Viva piñata.

Al entrar a la calle donde está ubicada la casa de mis padres sentí cómo un buen número de recuerdos se agolpaban dentro de mi cabeza:

Eran los recuerdos de las posadas, el ponche, los tamales, los arbolitos, las luces, la navidad y…

… las piñatas.

Recuerdo cómo unos días antes de que iniciaran las posadas mi madre nos avisaba que la hora de hacer las piñatas había llegado.

“Vamos por la olla y el papel para que hagamos las piñatas hijos” nos decía a sabiendas de la emoción que en ello había para nosotros.

Y ahí íbamos bien pinches contentos por las cosas.

“¿Y éste año qué hacemos?” Nos preguntaba.

Mis hermanos y yo la llenábamos de las pinches sugerencias más descabelladas fruto de la más cabrona e inocente ilusión infantil:

“¡Las tortugas ninja!” Gritaba uno. “¡No, mejor uno de los Caballeros de Zodiaco!” Gritaba el otro. “¡Ah ya sé, mejor He man!” “¡No no!, ¿y qué tal si hacemos éste o el otro?”…

Y así entre las sugerencias de mis hermanos y las mias acabamos casi peleando por cual piñata deberíamos hacer.

“Para que no se anden peleando ni uno ni otro” nos decía mi madre dando fin a la discusión. Y era así que terminabamos por hacer el mismo payaso y la misma estrella de siempre.

Mi madre, quien aborrecía las pinches piñatas de cartón, después de haber tomado tan filosófica decisión nos compraba las ollas de barro para que nosotros las hiciéramos. Nos preparaba el engrudo y nos daba el papel periódico, las cartulinas, el papel china y el otro papel que era lustroso y que servía para darle forma y vida a las piñatas.

Después de haberlas terminado en nosotros no cabía mayor felicidad que el saber que nosotros meros con nuestras propias manos las habíamos hecho. No importaba que las hiciéramos cómo si hubiésemos seguido escrupulosamente un manual de cómo elaborar una piñata estilo cubista escrito por Pablo Picasso. Así de “chingonas” nos quedaban; y así, con todo el chingado orgullo del mundo las veíamos elevarse atadas al lazo que las llevaban a su fatal destino.

A webo!

“Dale dale…” gritábamos emocionados descargando todo el pinche estrés motivado por la desesperación en la que estábamos todos los pendejos porque las señoras no se apuraban con sus rezos… Tan chingón que siempre empezaba todo con nuestras luces de bengala echando chispas y siguiendo a las seños con sus “ora pro nobis” y que harta pinche risa nos daba: “¿óoora por dóoonde?” Cantábamos preguntando y que cómo una especie de castigo a tan genial "diversión" con el "ora pro nobis" teniamos que pasar por el dichoso rezo.

“bsbsbsbsbsbsbs” así y con mucha impaciencia escuchábamos a las señoras orar mientras el chingón olor del pinche ponche inundaba la casa que le daba albergue a los peregrinos y veíamos las colaciones listas envueltas en canastitas, bolsitas o simples servilletas cosa que nos venia valiendo una reverenda chingada porque lo único que nos importaba era comer dulces hasta hartarnos ¡uf!


Al termino de los rezos salíamos todos en tropel prestos a darle en su pinche mauser a las piñatas pendejas.

“Arriba arriba; abajo abajo”. “Para allá; no no por acá” así es cómo “dirigiámos” a los weyes que según muy cabrones se dejaban vendar los ojos para darle cranky a las piñatas. Eso si es que el wey era amigo porque en caso contario le dábamos las instrucciones justo al revés de donde se realmente se hallaban las “víctimas”.

Sí, era un buen desmadre el que en esos años de infancia se armaba con aquellos putos que fueron mis amigos. Cómo el día que a Cano, el miembro más joven de la familia más amolada de la cuadra, tuvo la suerte de que le cayera una piñata casi completa justo donde él se hallaba parado. Él wey, nada pendejo, la amachinó y se echó a correr a su casa en donde rápidamente puso el cerrojo las cadenas los candados y puso al Palomo, el pinche perro más culero de la calle, justo frente a la puerta de su casa por si alguien tuviese la ocurrencia de ir a pedirle la piñata para romperla para que a todos nos tocará algo de la piñata. Nadie se atrevió. Todos estábamos seguros de una forma u otra que Cano nunca en su puta vida había tenido tanta fruta y dulces al mismo tiempo ¿cómo alguien iba a quitarle eso al pinche Cano puto?

Recuerdos, muchos recuerdos me llegaban mientras caminaba hacía la casa de mis padres: el “Toc toc” de la piñata cuando con el palo con el que la iban a romper chocaba contra ella cuando a los vendados los ubicaban antes de darles las clásicas “mareadas”. Y era así que empezaban el rompedero de piñatas… y cabezas. Porque nunca faltaba el pendejo que en sus ansias de agandallarse el relleno de la piñata se acercaba demasiado al victimario piñatero.

“Mira mira lo qué me gané” gritábamos los unos y los otros. Pero lo que más pinche e inexplicable emoción nos daba era cuando nos “ganabamos” un pinche pedazo de la piñata: “mira, me gané una punta de la estrella”. “No pues yo me gané la cabeza del caballito” nos presumiámos mutuamente entre nosotros: la banda chilanga.

No pues sí, qué pinches recuerdos me traía el caminar en aquella mi cuadra que en esos tiempos estaba chingonamente adornada con lazos que iban de fachada en fachada de las casas de donde colgaban el heno, las esferas y cajas forradas con papel fantasía para simular que eran los regalos navideños. Y las infaltables series. Sí, las series con un chingo de luces de colores que era lo que más vida le daba a la cuadra en aquellas noches llenas de sonidos de silbatos y serpentinas; de charlas entre los adultos de la cuadra y los que de otras cuadras pasaban “de casualidad” por ahí y que ya estando por el lugar aprovechaban para tomarse el infaltable y siempre apetecible ponche. Sobretodo cuando era en la casa de mis padres en donde tocaba pedir la posada ya que todos sabían que mi madre preparaba el ponche más pinche sabroso de los rumbos: “éste si qué es un ponche y o la chingada agua de tejocote que hacen aquí” decía el wey más pinchemamónmelindrosopayasoexigente que haya conocido en mi chingona vida:
mi padre.

Sí, qué recuerdos tan chingones.

Eso es lo que estaba en mi mente cuando llegué a la puerta de la casa de mis padres.

Al llegar saqué las llaves e introduje la llave de la puerta, y antes de girarla eché de nuevo una mirada atrás…

... no había nada.

Todo lo que viví cuando niño se ha esfumado.


Nada.

Esa calle tan llena de luz navideña ahora sólo está iluminada por el alumbrado público. Apenas unas 3-4 casas “adornadas” con unas baratas y tristes series chinas de opacas luces.

Chales.

Los pinches putos que fueron mis amigos y que todavía viven ahí no hacen nada; con todo y que los más precozes ya tienen hijos en edad de vivir lo mismo que ellos simplemente no hacen nada porque “sale muy caro”...

Chinguen a su reguangoputomaricónojete padre que los parió.


La neta del planeta que esas son chingaderas.